El coste del low-cost

IMAGE: Bilaleldaou - Pixabay

En plena crisis del coronavirus, muchas aerolíneas están dedicándose a volar sus aviones vacíos para evitar perder sus slots, debido a la política del «use it or lose it» que impera en la industria. Unido a otras prácticas como el padding, que exagera los tiempos de vuelo para evitar reclamaciones y evita así la presión sobre la eficiencia en combustible, este tipo de cuestiones se unen a otras que, en conjunto, revelan hasta qué punto una industria, el transporte aéreo de pasajeros, ha llegado a convertirse en una de las más nocivas para el planeta.

Hablamos, en primer lugar, de una industria enormemente subvencionada, que históricamente ha sido muy protegida por los gobiernos, no ha pagado impuestos por el consumo de combustible, y que, a partir de los años ’60 y ’70 comenzó a experimentar un fortísimo crecimiento derivado de la adopción progresiva de modelos low-cost basados en la estandarización masiva y en la reducción o eliminación de todos los elementos no imprescindibles. Ese tipo de modelos cambiaron completamente la industria y posibilitaron un incremento tanto del número de vuelos como del número de pasajeros: si en 2004 despegaban en el mundo 23.8 millones de vuelos que desplazaban a 1,994 millones de pasajeros, en 2020 se calculaba, antes de la llegada del coronavirus, que los vuelos alcanzarían 40.3 millones y los pasajeros llegarían a los 4,723 millones. En 2017, el low cost ya dominaba el 57.2% en Asia, el 37.9% en Europa y el 32.7% en Norteamérica, y con perspectivas de seguir creciendo.

Esos incrementos son, indudablemente, muy populares: permiten vender más aviones, alimentar la industria del turismo, y generar una sensación de que prácticamente todo el mundo puede viajar. En el camino, pasamos a normalizar todo lo que posiblemente nunca debió ser normal, como el volar como si fuéramos auténtico ganado, hacinados en espacios minúsculos, sin sitio para encajar las rodillas y en asientos reducidos casi al grosor de una tumbona de playa. La consecuencia final es que ahora una gran mayoría de personas odia volar, algo que podría llegar a marcar la crisis de esta industria, pero sigue volando porque, básicamente, es lo que hay. El low-cost ha dado forma a nuestra demanda: hoy, muchas personas no conocen otra forma de volar, y les parece una incomodidad ya completamente aceptada y descontada.

¿Qué ocurriría si interrumpiésemos todas las subvenciones al combustible y a la actividad de las aerolíneas, y el coste del vuelo, en consecuencia, se encareciese sensiblemente? Mejor dicho, ¿qué pasaría si pagásemos por volar el precio que realmente debemos de pagar teniendo en cuenta su impacto medioambiental? ¿Si empezásemos a replantearnos la necesidad de volar si queremos que nuestra existencia en el planeta sea sostenible?

Convertir en sostenible el negocio de las aerolíneas va a costar mucho, porque exigirá redefinirlo en base a nuevas tecnologías limpias, posiblemente la combinación de electricidad e hidrógeno, pero sobre todo, a todo un nuevo conjunto de estándares, que son comunes a muchas otras industrias: solo se debería crecer hasta el punto en que ese crecimiento resulte sostenible, no más allá, aunque eso implique reducir la actividad o llevarla a cabo de otras maneras alternativas. ¿Podrían las lecciones derivadas del parón económico provocado por la epidemia del coronavirus llevarnos a esa reflexión, o no somos aún lo suficientemente maduros como sociedad para llegar a entenderla?



Enrique Dans
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